MIÉRCOLES, 07 DE JULIO DE 2021
El daño por violencia obstétrica en la responsabilidad civil como categoría diferenciada en la mala praxis médica
El presente desarrollo señala que la atención al embarazo, parto y posparto exige una comprensión íntegra de la salud en sus dimensiones psíquicas, sociales y espirituales. Y recuerda que la violencia obstétrica genera secuelas esencialmente en el campo psicológico que puede, o no, estar acompañada de daños físicos. Lee esta nota para enterarte de todo.

Por MARÍA DE LAS MERCEDES ALES URÍA(*)
I - INTRODUCCIÓN: VIOLENCIA OBSTÉTRICA Y MALA PRAXIS MÉDICA
No solamente en la Argentina sino a nivel mundial son escasos los precedentes judiciales en materia de violencia obstétrica, y todavía resta por ver qué decidirá la justicia civil en los pocos casos que han sido sometidos a su consideración.
Los antecedentes administrativos dan cuenta de un análisis más rico y que ayuda a delimitar las conductas que la configuran. No obstante, vale considerar qué distingue a la violencia obstétrica de la mala praxis médica en el campo de la atención de los procesos de gestación y nacimiento.
Este análisis hace necesario entender qué se denomina mala praxis, cuál es el daño en el campo obstétrico y qué presupuestos comprende. Una vez delimitado, someramente, este campo, se puede entender la diferencia con la violencia obstétrica como elemento generador de un daño cuya reparación es independiente de lo otro. Para ello, será necesario tener particularmente claro que existen:
1) daños producidos por prácticas desaconsejadas con presencia de violencia obstétrica;
2) daños producidos por prácticas desaconsejadas sin mediar violencia;
3) daños producidos por prácticas médicamente necesarias pero llevadas a cabo en un contexto de violencia; y
4) daños producidos por intervenciones innecesarias pero consentidas de manera viciada.
Determinadas conductas, sin duda, abarcan aspectos de un accionar médico profesional reñido con la diligencia y atención conforme las lex artis (incluyendo códigos de ética de las agrupaciones médicas). Tal es el caso de procedimientos desaconsejados por las guías de atención al parto normal de la máxima autoridad administrativa en materia de salud o recomendaciones de la OMS, entre otros.
No obstante, no siempre, en estos casos, se verificará el presupuesto del daño (art. 1737, CCyCo.) que habilite el accionar como en un escenario de resarcimiento típico. Recordemos que, en materia de reclamación por daños derivados del accionar médico, la obligación que asumen los médicos en sus prestaciones es de medios y no de resultado, en atención a que el galeno no es un garante de la salud del paciente.
En este sentido, la jurisprudencia nos recuerda que debe descartarse la mala praxis cuando se le ofrecen al médico varias opciones -admisibles científicamente- y este elige aquella que entiende más apta según las circunstancias del caso. Esto significa que existe un amplio margen de discrecionalidad y de la libre elección de la técnica que cabe al profesional. Pero, y sin perjuicio de ello, es un requisito fundamental para que entre a jugar la discrecionalidad en la elección de la técnica por parte del profesional, el respeto al principio de beneficencia.
En otras palabras, no necesariamente un contexto de violencia obstétrica dará por resultado un daño a la salud física. E incluso, existiendo un menoscabo físico (tal el caso de la realización de una episiotomía de rutina o una operación cesárea sin estricta condición médica que la requiera), será considerado como un resultado lesivo con posibilidad de resarcimiento legal en atención a la discrecionalidad que asiste al galeno y al equipo médico dentro de determinados márgenes.
El resarcimiento deberá, entonces, centrarse en otros aspectos dañosos que resulten de la interacción entre mujer y equipo médico. Concretamente, en la lesión psicológica y emocional teñida de la violencia de género que la persona y su grupo familiar (incluyendo pareja e hijo) han padecido. En este caso, son de aplicación los parámetros propios de la indemnización por daño moral y psicológico. Es decir, por aquellos efectos traumáticos, alteración de su equilibrio psíquico y restricciones emocionales que les impidan una vida satisfactoria.
El daño moral importa una minoración en la subjetividad de la persona de existencia visible, derivada de la lesión a un interés no patrimonial, o con mayor precisión, una modificación disvaliosa del espíritu, en el desenvolvimiento de su capacidad de entender, querer o sentir, lo que se traduce en un modo de estar diferente de aquel en el que se hallaba antes del hecho, como consecuencia de este, y anímicamente perjudicial.
Por lo demás, se debe recordar que en materia de daño moral también rige el “principio de la reparación plena”, premisa que constituye simplemente un capítulo más dentro del amplio espectro de los llamados “daños injustamente sufridos” que deben ser resarcidos.
II - BREVE REPASO DE LA RESPONSABILIDAD MÉDICA POR DAÑOS
La responsabilidad por daños del profesional médico, y del profesional de la obstetricia en particular, forma parte integrante de la categoría de responsabilidad general de los profesionales. Por ende, para su configuración, se requiere la concurrencia de los mismos presupuestos que son comunes a cualquier acto ilícito, con las salvedades del caso particular.
Nuestra doctrina y jurisprudencia es casi unánime al sostener que la obligación de los médicos es una obligación de “medios” o “de atención” u “obligación de actividad”.
Como consecuencia de que el deber de los facultativos es por lo común de actividad, incumbe al paciente la prueba de la culpa del médico. Entonces, la llamada culpa profesional es la impericia, negligencia o imprudencia en el ejercicio de la profesión, pero que se regula por los principios generales de la culpa precitados.
Mosset Iturraspe puntualiza que los deberes del médico, nacida la relación, se sitúan en tres momentos: antes de su tratamiento o intervención, durante la realización de ella y después de concluida, e indica que “va implícito que la atención médica debe llevarse a cabo de acuerdo con las reglas del arte y de la ciencia médica; de conformidad con los conocimientos que el estado actual de la medicina suministra, con la finalidad de obtener la curación del paciente; observando el mayor cuidado, diligencia y previsión, tanto en el diagnóstico, como en el tratamiento”.
Ahora bien, el obstetra, en el derecho argentino, tiene una situación particular. Él tiene dos pacientes, porque contratan sus servicios la madre, por derecho propio, y el otro progenitor, en representación tácita de su hijo nonato, pero que, de acuerdo con nuestro ordenamiento, ya es persona.
Eso implica que no solo debe velar por el bienestar de la persona gestante, sino también por la vida y la salud del niño en gestación.
Como los autores señalan, la obstetricia constituye una de las especialidades más conflictivas desde el punto de vista médico-legal, que tiene la particularidad de establecer una relación entre médicos y pacientes, que no son enfermas, sino jóvenes, sanas, y que bajo ningún concepto piensan que el hijo que esperan tenga algún problema, lo que diferencia netamente a esta rama médica de otras en las que la patología es -precisamente- el objeto de la relación.
La obligación de los médicos obstetras es de medios, pues estos profesionales de la salud, al igual que en cualquier otra especialidad, no pueden comprometer resultados. El obstetra, al igual que todo médico, no puede asegurar a su paciente resultado alguno.
Ello no solo porque le viene prohibido por las normas jurídicas y éticas que regulan su profesión -sin distingo de especialidad alguna-, sino porque en esta especialidad también están presentes todo tipo de aleas que son las que caracterizan a las obligaciones de medios.
Ahora bien, en el campo de la responsabilidad médica, ha operado un cambio de mentalidad en los últimos treinta años o más que ha resultado en particularidades a la hora de analizar la obligación de resarcimiento por los daños ocasionados en la órbita del ejercicio de la medicina. Entre estos cambios, vale resaltar lo referido a la noción de culpa y de causación al momento de determinar la existencia de un ilícito civil.
La “culpa” se ha objetivado, sobre todo a partir a una progresiva protocolización de los procedimientos de diagnóstico y terapéutica médicos.
Con ello, se trata de plasmar en documentos las directrices o recomendaciones que un grupo de expertos (sociedades científicas de ámbito nacional o internacional) o especialistas (responsables de un área de sanidad, de un centro hospitalario o de un servicio concreto) establecen para orientar la labor diaria de los profesionales con el objeto de mejorar la calidad y eficacia de la praxis médica y, en general, de toda la actuación sanitaria.
En este campo, cobran vital importancia los “protocolos” médicos y las así llamadas lex artis. Estos elementos sirven para delimitar la culpa como factor de atribución del resultado lesivo al sujeto.
En una primera aproximación, la culpa es un defecto, desviación o extravío de la conducta, el apartamiento de una regla, baremo o patrón. La culpa es la violación de un deber preexistente, es decir, la omisión de la diligencia exigible para prevenir o evitar un daño. Así pues, en la conducta culposa, el que realiza la acción injusta no ha consentido la producción efectiva del resultado lesivo, ya sea porque no se haya representado el daño o su antijuridicidad, ya porque aun habiéndolo previsto, confiaba en que no se llegase a generar, y, además, se ha comportado en forma contraria a la diligencia exigida por el derecho.
En consecuencia, el concepto de culpa está constituido por dos elementos: uno subjetivo, la ausencia de voluntariedad, o al menos de aceptación del daño a la esfera de los derechos e intereses legítimos de otra persona; y otro objetivo, la falta de diligencia exigida por el derecho.
La protocolización de los procedimientos de diagnóstico y terapéutica médicos se encamina a plasmar en documentos las directrices o recomendaciones que un grupo de expertos (sociedades científicas del ámbito nacional o internacional) o especialistas (responsables de un área de sanidad, de un centro hospitalario o de un servicio concreto) establecen para orientar la labor diaria de los profesionales, con el objeto de mejorar la calidad y eficacia de la praxis médica y, en general, de toda la actuación sanitaria.
Los “protocolos médicos”, también denominados “algoritmos o guías para la práctica médica”, responden a la cristalización escrita de criterios de prudencia, sin que constituyan verdades absolutas, universales, únicas y obligatorias en su cumplimiento.
No obstante, su valor radica en que permiten habitualmente definir lo que se considera, en ese estado de la ciencia, la práctica médica adecuada y prudente ante una situación concreta, fijando por escrito la conducta diagnóstica y terapéutica aconsejable ante determinadas eventualidades clínicas, lo que equivale a codificar la lex artis.
Por lex artis denominamos a los usos o reglas, métodos y técnicas adoptados por la práctica médica, a los que debe ajustarse el ejercicio profesional. Conforman una verdadera normativa, esto es, un conjunto de preceptos que regulan la conducta de los médicos, consagrados por la tradición o práctica consuetudinaria aprobada por las más altas autoridades científicas.
Sirven, entonces, como una regla de medición o parámetro de conducta que indica cómo debe actuar el profesional frente a diversas situaciones. Algunas de ellas, al menos, están escritas, y son aquellas que establecen cómo se deben ejecutar ciertos actos médicos, aunque la mayoría no consta en ningún texto de seguimiento obligatorio.
Pero no debe perderse de vista que, al ser la medicina una práctica en constante evolución y cuyo método de estudio no permite la experimentación stricto sensu sino una valoración semiexperimental, muchas veces sus conclusiones son transitorias y sujetas a revisión. Por ello, un protocolo médico es una guía para el actuar, pero carente del dogmatismo que impone una homogenización imposible de lograr frente a la realidad humana.
Dentro del concepto genérico de lex artis cabe incluir:
i) las normas deontológicas y
ii) los usos propiamente dichos.
La falta técnica podrá estar en la infracción por el médico de cualquiera de los dos supuestos reseñados, aunque la mayoría de las veces se infringe un uso médico propiamente dicho, científico y no ético. Pasado en limpio, la culpa médica puede derivar por la contravención a un deber médico en sentido deontológico, por la infracción a la buena técnica profesional, sea en su elección o ejecución, o, finalmente, por la omisión de la diligencia común.
Al respecto, a pesar de la dificultad y vaguedad que trae de consuno sistematizar aquellas obligaciones del médico que puedan repercutir de alguna forma en una ulterior responsabilidad, entre las más comunes se destacan:
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La obligación de recabar el consentimiento del paciente o sus familiares.
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La obligación de guardar el secreto profesional.
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El deber de informar e indagar al paciente.
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La obligación de asegurarse la verdad del diagnóstico.
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La obligación de actuar con ciencia y prudencia.
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El deber de actualizar los conocimientos científicos.
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La obligación de contar con los medios técnicos suficientes (instrumental, aparatos, etc.).
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La obligación de continuidad en el tratamiento.
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El deber de requerir segundas opiniones.
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El deber de derivar en tiempo y forma al paciente.
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Asistir a los enfermos cuando la gravedad de su estado así lo imponga.
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Fiscalizar y controlar el cumplimiento de las indicaciones que impartan a su personal auxiliar y, asimismo, que estos actúen estrictamente dentro de los límites de su autorización, siendo solidariamente responsables si, por insuficiente o deficiente contralor de los actos ejecutados por los auxiliares, resulta un daño para el paciente.
En cuanto a la existencia de un ilícito, no es que el profesional deba responder por causar un daño sin más: se requiere de una indagación valorativa en virtud de la cual se decida si el causante es o no a quien el ordenamiento habrá de imputarle jurídicamente el menoscabo.
Al valorar la existencia de tal ilícito, debe considerarse en dónde radica la causa generadora del menoscabo. Así, debe buscarse siempre en el antecedente próximo de la enfermedad, entendiéndose por tales las afecciones, síntomas o condiciones que derivan en cierta situación patológica.
Es indispensable, además de evaluar tal hipótesis, conocer las condiciones preexistentes del paciente, prestar especial atención a la conducta desplegada por el médico, como vehículo agravante del desorden subyacente o acelerador del resultado final dañoso, cuando no causa nova y exclusiva del perjuicio.
Al considerar la “ilicitud” es necesario tener en cuenta la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que otorgó valor jurídico a las normas éticas, como, por ejemplo, la que obliga actualizar conocimientos, derivar oportunamente al paciente o realizar interconsultas.
En efecto, la antijuridicidad puede provenir, entonces, del avasallamiento de normas o principios sustantivos (civiles o penales), de la violación a disposiciones que regulan la actividad profesional médica o de la transgresión a preceptos de contenido ético (Códigos de Ética y Deontología Médica). Y, por último, el “daño” amplió su catálogo de rubros o ítems.
De ordinario, el régimen legal aplicable a la relación médico-paciente es el derivado de la órbita contractual, por cuanto la mayoría de las veces se trata de la inejecución de un previo acuerdo de voluntades entre la víctima y el profesional.
Por último, aunque no por ello menos importante, será necesario, en todo caso, establecer el nexo de causalidad: es decir, el número de elementos necesarios para que a cierto supuesto fáctico se le atribuyan consecuencias jurídicas resarcibles, el nexo de causalidad es una de las condiciones necesarias que junto al daño y el criterio de imputación conforman la tríade estructural sobre la cual se asienta la arquitectura del derecho de daños.
La doctrina tradicional no se ha cansado de señalar que, cualquiera sea el fundamento de la responsabilidad civil, la idea de culpa o riesgo, para que aquella tenga lugar, es decir, para que pueda hacerse gravitar sobre una persona el deber de resarcir el daño inferido a otra, es necesario que exista un “lazo causal” que una este daño a ciertos hechos que se imputan al responsable.
Se refiere esto tanto a la autoría (el agente causal) del daño como a las consecuencias jurídicamente relevantes que constituyen a este. A los fines de determinar tanto el nexo causal como la existencia de culpa o dolo en el actuar médico, usualmente, el magistrado deberá recibir el asesoramiento de peritos en la disciplina en particular.
El dictamen de estos peritos consistirá en la enunciación de juicios o deducciones técnicas que hayan extraído del hecho examinado, sus causas o efectos.
En el espacio de la relación médico-paciente, y en particular en el campo de la violencia obstétrica, cobra especial relevancia la forma de probar los extremos mencionados: culpa, conducta debida y relación de causalidad.
En ciertos casos, se hará necesario recurrir a la denominada “teoría de las cargas probatorias dinámicas” ante la imposibilidad de reconstruir los hechos por parte de la supuesta víctima. Si el juez así lo estima, se comunicará a las partes la aplicación del criterio del artículo 1375 del CCyCo.
En este sentido, se aplica la jurisprudencia de la CSJN que, en Fallos: 324:2689, sostuvo que “las reglas atinentes a la carga de la prueba deben ser apreciadas en función de la índole y características del asunto sometido a la decisión del órgano jurisdiccional a los efectos de dar primacía -por sobre la interpretación de las normas procesales- a la verdad jurídica objetiva de modo que el esclarecimiento no se vea perturbado por un excesivo rigor formal”.
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(*) Abogada (Universidad Austral). Doctora en Derecho (Universidad de Sevilla). Profesora titular en Derecho de Familia y Sucesiones (Universidad del Salvador y del CEMA). Jefa de Trabajos Prácticos (UBA Derecho). Autora de libros y artículos de su especialidad
Fuente: Erreius